(Este texto es una versión de trabajo de un capítulo de mi próximo libro, previsto para otoño 2021. También cubre una temática similar a mi intervención en ‘El Sonido del Shake’, el nuevo podcast liderado por Hugo Díez Boscovich)
Imagina un mundo sin la poderosa industria farmacéutica. Imagina un mundo donde la enfermedad reina y los únicos remedios provienen de los monasterios, los apotecarios o la tradición, y son a menudo más peligrosos que la propia enfermedad. En este mundo nació la que se convertiría en la primera bebida mezclada que tomó el nombre de "cóctel". Nuestros antepasados a menudo sufrían de problemas digestivos. Se levantaban y se sentían enfermos desde primera hora de la mañana. Tanto los boticarios como los charlatanes vendían panaceas elaboradas con una mezcla de plantas con propiedades medicinales, infundidas en alcohol. Algunas funcionaban mejor que otras — o, por lo menos, tuvieron mayor éxito en el mercado. Todas, por necesidad, eran amargas — desde la genciana hasta el ruibarbo y la quina, la mayoría de las plantas medicinales lo son. En Inglaterra, esos medicamentos altamente concentrados, consumidos nada más levantarse, se llamaban (lógicamente) bitters. Y en el siglo XVIII, los elaboradores más reputados crearon marcas. La más famosa de la época se llamaba Stoughton’s, y la más conocida hoy en día —estos remedios antiguos se siguen vendiendo, claro, pero sin ninguna pretensión medicinal… oficial— se llama... Angostura.
Algunas cosas cambian, otras no tanto. Las medicinas siguen teniendo mal sabor, por eso muchas de las que tienen que tomarse los niños —esos consumidores tan delicados— se aromatizan. Y cuando las farmacéuticas no ponen los sabores, se encargan los padres. Yo, de pequeño, no era capaz de tragar las píldoras. Mis padres tenían que abrirlas y sacar el polvo antidiarreico. No sabía a naranja, precisamente; así que me lo mezclaban con mermelada de fresa. Si les cuento esa anécdota íntima es porque —se lo prometo— así nacieron los cócteles.
Y es que por muy buenos que fuesen los bitters del siglo XVIII para el estómago, el intenso amargor que dejaban en boca resultaba muy desagradable. Añadir un poco de azúcar ayudaba. Agua, para diluir la medicina, también —de hecho, me parece muy recomendable añadir unas gotas de bitters al agua con gas, sabe mucho mejor así. Pero en esta época, no habían triunfado los higienistas, la soda no estaba de moda, y el agua se bebía más con vino que sola. Para el londinense de 1780 lo lógico era diluir los bitters con un destilado — concretamente, con ginebra o brandy. Así es como se estableció en el Reino Unido la moda del gin & bitter, una bebida «medicinal» consumida por la mañana para revivir el cuerpo. Me queda claro que el efecto era positivo, pero no me queda tan claro a cual de sus componentes se debía la sensación…
En los mismos años, en el mundo de la hípica, si cuando tocaba vender un caballo, este parecía algo cansado, una práctica común era meterle un trozo de jengibre en el culo. Sí. Curiosamente, el caballo no coceaba sino que su culo le quedaba muy respingón, lo que conseguía engañar a los compradores menos expertos. En la jerga, decían que el caballo así ‘tratado’ era «cock-tail'ed». Y por metonimia, algunos empezaron a llamar así la mezcla de destilado y bitters que necesitaban para arrancar su día.
Aunque todas las historias que acabo de mencionar tuvieron lugar en Inglaterra, es en los Estados Unidos donde el cóctel finalmente se afianzó a principios del siglo XIX. Ya era una tierra del exceso, y una pequeña parte de su población se entregaba, como los británicos, a la mezcla de destilados, azúcar, bitters y un poco de agua nada más levantarse. Era una droga potente y, como siempre con las drogas, empiezas a tomarlas por razones medicinales pero terminas abusando de ellas por gusto. Poco a poco, el cóctel salió del ámbito doméstico para llegar a las tabernas. Allí se unió a otras bebidas mezcladas preexistentes — ponche, julepe, sling (en esa época la palabra cóctel aún no se había convertido en un termino genérico para cualquier bebida mezclada).
La creciente popularidad de los cócteles y otras bebidas combinadas tuvo entonces un enorme efecto sobre las tabernas y, poco a poco, algunas se convirtieron en establecimientos casi especializados, con bármanes hábiles que desarrollaban sus técnicas para servir mejor a la clientela. Inevitablemente, el cóctel se hizo más sofisticado. Y lo que comenzó como una mezcla básica, servida en un vaso sencillo y decorada —con suerte— con nuez moscada, se transformó en algo pretencioso. Gastronómico y premium, diríamos hoy. En lugar de prepararlo directamente en el vaso de servicio, los bármanes empezaron a utilizar vasos mezcladores. Y a servirlo en copas de cristal tallado. A decorarlo con productos frescos, como la piel de limón o de naranja. Y como eso no bastaba, incluso modificaron la fórmula básica, añadiendo gotas de lujosos licores importados, como el marasquino, el curaçao, la absenta...
En la década de 1880, cuando el cóctel se había convertido definitivamente en algo elegante y barroco, algunos consumidores todavía recordaban las versiones históricas más simples y menos —en la opinión de algunos— pretenciosas. Bastantes incluso estaban hasta las narices de una sofisticación que les parecía injustificable. Entonces, empezaron a exigir a los bármanes que les hicieran sus cócteles con whisky «a la manera antigua», es decir: «Old Fashioned». Y es que el Old Fashioned no es, al contrario de lo que a menudo leemos, un cóctel inventado en la década de 1880 por un coronel en un club privado de Kentucky. No, no, no: el Old Fashioned es el cóctel bajo su forma antigua, original, es decir servido sin toda la pompa y circunstancia tan querida por los nuevos ricos de finales del siglo XIX. Es, en este sentido, el cóctel primordial. La esencia del arte de la mezcla. Que lo hayas descubierto a través de Don Draper o de las recomendaciones de tu barman favorito, no debe implicar que no sepas que cada vez que lo pides, lo que estás bebiendo desciende en realidad de una medicina de hace trescientos años, que tuvo el mismo efecto en nuestros cuerpos que un trozo de jengibre delicadamente colocado en el ojete de un caballo.
François Monti es el autor de tres libros, incluyendo “El gran libro del vermut” y “101 Cocktails to Try Before You Die”, y ha colaborado con muchas revistas internacionales. Desde este año, es el Academy Chair España / Portugal de World’s 50 Best Bars. Ha pasado la última década bebiendo para escribir, o escribiendo para beber. Jaibol es su intento de aprovechar nuevos formatos para llegar directamente al lector sin intermediarios.
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