El día que me cambió la vida
Quince años de los bares madrileños que formaron nuestra juventud
No importa cuándo empieces a apasionarte por la música: siempre tendrás acceso a lo que se estrenó hace décadas. Una joven que se pone de manera voraz a escuchar discos en 2023 puede sin problema pasar tiempo con un album de Mazzy Star o de Digable Planets de 1993. De hecho, puede que lo que demuestra que te estás apasionando de verdad por la música es que de repente dejas de escuchar exclusivamente lo que suena hoy para descubrir lo que se hacía antes. Los aficionados a eso de ir de bares a tomar cócteles, no lo tenemos tan fácil. Nos toca lo que nos toca.
Los madrileños de cierta edad aún sacan el pañuelo cuando hablan de las noches del Balmoral. Yo no: cerró en 2006, y no me mudé a Madrid hasta 2009. Y yo soy y solo puedo ser el producto de mi época, es decir que soy producto del Madrid coctelero de 2010-2013. Cuando llegué aquí, el bar de referencia era Del Diego, que ya tenía casi veinte años. Claro, en 2009 ya pasaban cosas en un sótano de la calle Zurbano y un pub británico de la calle Juan Bravo estaba poco a poco transformándose. Pero en aquellos años las noticias viajaban más despacio…
No sé qué pedí en mi primera visita a Del Diego, probablemente en junio de 2009, pero aún recuerdo la primera vez que vi a Fernando Del Diego, trajeado tras su barra. No sabia que me esperaba: por aquel entonces las coctelerías, sobre todo para alguien más familiarizado con los bares de los hoteles belgas o parisinos, tenían una reputación de exclusividad un poco anticuada, por no decir rancia. Pero me di cuenta rápido de que en Del Diego, no se prejuzga la respetabilidad de un cliente: sólo su comportamiento puede llegar a ponerla en entredicho. Hasta prueba de lo contrario, el cliente de una vez es un cliente de toda la vida. Durante varios meses, visité Del Diego cada tres o cuatro semanas, alimentando mi interés por el cóctel con cada visita.
En 2010, el ritmo se aceleró: visitaba bares dos o tres veces por semana. La culpa la tuvo la apertura de Le Cabrera, en enero de 2010. Descubrí el bar en febrero gracias al blog de Miguel Lancha, en aquel momento la única fuente fiable de información (Lancha vive ahora en Washington DC, donde es el ‘Cocktail Innovator’ del grupo de José Andrés; en 2009, hacia formaciones y eventos y su generosidad y pasión le habían transformado en piedra angular de la nueva escena madrileña que estaba emergiendo). Mientras que Del Diego era un bar ya establecido, con su propio ritmo, rituales, pautas y asiduos, Le Cabrera tenía la energía de la juventud. Estábamos en el umbral de un momento de ebullición creativa, y se notaba. Además, el equipo tenía más o menos mi edad y creo que compartíamos un momento vital: cada nueva receta descubierta era emocionante, cualquier producto desconocido abría un mundo de posibilidades. No siempre había criterio, pero nunca faltaban las ganas de aprender y avanzar. Iba allí todos los viernes por la misma razón que todo el mundo va a un bar los viernes, pero a menudo también pasaba allí los lunes y los martes. Me ponían nuevos tragos que estaban desarrollando, les proponía recetas que había descubierto aquí y allá, catábamos destilados. Y tomaba notas. Muchas notas.
Esta importancia de Le Cabrera y de su equipo para mí, nunca la he escondido. Lo mencioné cuando desapareció el bar (no tanto físicamente sino espiritualmente, como bien sabrán los que estuvieron ahí entonces). Lo dije en los agradecimientos de Mueble Bar. Y tuve la oportunidad de decírselo en persona a varios de los antiguos empleados del Le Cabrera hace un par de semanas en una fiesta organizada por Mario Villalón en Angelita para celebrar los quince años del cóctel en Madrid. ¿Quince años? Por supuesto, la coctelería en Madrid tiene más de un siglo de historia, pero este evento tenía algo de generacional. Para los que rondamos los cuarenta, estos quince años han sido cruciales: hemos aprendido, crecido y cambiado. No elegimos el primer bar que nos impresiona. Es el que está ahí, el que está abierto, el que nos espera. Tuve mucha suerte de que el mío fuera Le Cabrera.
No fue el único, por supuesto. A 2 km, Carlos Moreno estaba haciendo mucho ruido en el O'Clock. Me costó llegar. Tardé en apreciarlo. Culpa del barrio. Culpa de un espacio muy grande que quizá no ofrecía la intimidad necesaria para echar horas en la barra, para aprender. Pero sé cuándo me hice fan. Mis notas me dicen que fue el 15 de enero de 2011. Echo la vista atrás a lo que nos tomamos aquella tarde y lo que veo es un momento de transición entre el cóctel tal y como había sido en los años anteriores y el cóctel tal y como iba a crecer en los años 2010. Había un Love Me Tender de ron blanco, Rose's Lime Cordial, lavanda y sirope de arándanos que aparentemente me gustó pero que era muy de los 90. Un Académico de ron, lima, fruta de la pasión, azúcar de vainilla y St Germain, muy de los 2000. Había sobre todo el cóctel que me enamoró del arte de Moreno, el Charleston, una especie de Sazerac con whiskey de centeno, tónica de nuez de kola (doce años después, sigo sin saber lo que es), elixir vegetal de Chartreuse y mermelada de moras amarillas.
El tercer pilar de mi educación coctelera fue Belmondo, que abrió a finales de 2010 y que también descubrí gracias al blog de Lancha. Escondido bajo el puente de Toledo en un discreto espacio que no era clandestino, pero casi, Belmondo era un minúsculo bar regentado por Francesco Cavaggioni, ayudado por Miguel Ángel Jiménez, que estaba empezando y tenía la molesta costumbre de olvidar ingredientes (pretende que solo ocurrió una vez, pero sabe que no fue así). La vida de Belmondo fue demasiado corta, pero Cavaggioni era un entusiasta estudioso de lo mejor del extranjero, en particular de la obra de Tony Conigliaro. Fue allí, el 18 de diciembre de 2010, donde probé por primera vez el Benton's Old Fashioned, el cóctel de bourbon infundido con bacon creado por Don Lee para PDT en 2007. También tenían en carta el Emperor, un cóctel inspirado en el Rubicon de Jamie Boudreau. Era una especie de Last Word con romero ahumado, en una época en la que ahumar un cóctel era una novedad. Entre las propuestas de Cavaggioni y el apartado ‘Locuras de Adrián’ (¿Qué ha sido de ese Adrián, un cliente de Diego Cabrera que le traía de sus viajes tantas recetas de locales punteros que tuvieron que crearles espacio en la carta?) de Le Cabrera, descubrimos, sin ir a Nueva York, Portland o Amsterdam, lo mejor de la coctelería mundial en este momento clave del renacer de la mixología.
Cabrera, Moreno y Cavaggioni (y sus equipos, cuyos pasos aún se pueden seguir, desde Ángel Ávila a Miguel Pérez, por todo Madrid) son la santísima trinidad de mi entrada en el mundo de la coctelería. Fueron tres años intensos. En 2012 vendí mis primeros artículos sobre coctelería y bares. A finales de 2013, Cabrera dejó Le Cabrera. Moreno dejó O'Clock. Belmondo ya había pasado a mejor vida. En ese trágico año, cuando sentía que mi mundo se venía abajo, la emergencia de 1862 Dry Bar, abierto el año anterior, salvó la vida, soy consciente del hipérbole, a un buen número de amantes de la coctelería en Madrid. Ahí fui a llorar el fallecimiento de Fernando Del Diego en 2016. Ahí me tomé mi primer cóctel tras el confinamiento. Pero este es el bar de la edad adulta, por así decirlo. Alberto Martínez me perdonará que apenas lo mencionara durante mi breve aparición en Angelita hace quince días. Mario Villalón me perdonará por apenas mencionar El Padre. Me perdonarán todos los barmans y camareros de los otros locales que nos dieron tan bien (y tanto) de beber en estos años cruciales, del Dry Martini (con Ángel San José, Luca Anastasio o Antonio Ojeda) al Cock o al 22, la joya escondida de Ramón Parra que chaparon en cuestión de semanas.
Recordamos la letra de todas las canciones de aquellos primeros años de pasión por la música, pero no podemos recordar la letra de esa canción de ayer que tanto nos gusta. En eso sí que los de los bares nos parecemos a los obsesivos de la música. No me acuerdo de lo que he bebido anteayer. Pero aún recuerdo aquella tarde de finales de invierno de 2010 en la que bajé las escaleras de Le Cabrera por primera vez. Me senté a la mesa bajo las escaleras. Pedí un Old Fashioned, me lo hicieron con Jim Beam y me lo sirvió Ruth Mateu, cuyo nombre aún no conocía. Como iba a descubrir en visitas posteriores, el cóctel estaba preparado a la manera característica de Diego Cabrera (una espesa rodaja de naranja machacada con azúcar y bitters). Me perdonarán, quizás, el romanticismo: lo que pasó aquel día, para qué ocultarlo, me cambió la vida, como te la puede cambiar una canción a los 16 años.
Se nos salía
el amor por el borde
de nuestras copas.
Luis de Cuenca, Balmoral
Recuerda: el mejor libro del mundo se llama Mueble Bar y comprarlo es imprescindible.
François Monti lleva más de una década recorriendo los mejores bares del mundo. Y cuando no está viajando, se está preparando cócteles en casa. Más tarde, escribe sobre la experiencia. Es el autor de varios libros, incluyendo El gran libro del vermut y 101 Cocktails to Try Before You Die, y ha colaborado en muchas publicaciones internacionales. Su trabajo ha sido nominado a varios premios, entre los cuales se encuentran los World Gourmand Book Awards o el Best Cocktail & Spirits Writing en los Spirited Awards (los Oscar de la mixología). Desgraciadamente, no ha ganado ninguno, así que no le queda más remedio que seguir bebiendo para escribir. Monti también se dedica a la formación. Es docente del Master Wine & Spirits Management en el Kedge Business School en Francia y ha impartido conferencias alrededor de todo el planeta en los eventos más importantes del sector. Ya que también tiene que comer, es socio de la agencia de estrategia Amarguería. Desde el 2020, Monti es el Academy Chair para España y Portugal de The World's 50 Best Bars. Según la revista Drinks International, es una de las 100 personas más influyentes de la industria del bar a nivel global.
Viví en primera persona mucho de lo que cuentas, y me ha gustado mucho recordarlo leyéndote.