(Esta semana también, os propongo un texto sobre una temática similar a la desarrollada en el nuevo capítulo del podcast El Sonido de Shake.)
Empecemos con un tópico: el tiempo es oro. Y el tic-tac de los segundos que vuelan — ese sonido que hacen las oportunidades cuando desaparecen o que nos indica que se acerca el cierre de la bolsa — nunca ha resonado tan claramente como en Estados Unidos. A partir de finales del siglo XIX, el adjetivo imprescindible allí es ‘rápido’. El tren cruzó las Grandes Llanuras para llegar más rápido al Oeste. Lindbergh intentó el vuelo transatlántico para llegar más rápido a Europa. El coche se hizo deportivo para llegar más rápido a los Hamptons. Y los edificios de las grandes ciudades empiezan a rascar el cielo porque los ascensores permiten subir más rápido.
Esta lucha perpetua contra la pérdida de tiempo afectó a todos los ámbitos de la vida cotidiana. En el negocio de la alimentación, no solo la food se volvió fast. De hecho, la barra es todo un emblema de esta lucha despiadada: ya nos hemos olvidado de ello, pero es un invento 100% americano cuyo único objetivo era servir al cliente de pie. Un cliente que no se sienta es un cliente que bebe rápidamente. Y, por tanto, un cliente que bebe más o que deja el espacio libre para otro. No era exactamente como en el burdel ambulante de la canción de Jacques Brel (perdonad la referencia belga) donde un suboficial berreaba « siguiente » cada vez que un soldado había terminado, pero ya me entendéis...
Cuando el cóctel llegó a Europa, lo que causó enorme impresión a nuestros antepasados era que se bebía con pajita y se servía sobre hielo. Pero la barra también impactó, y mucho: la tradición en los grandes cafés europeos se centraba en el servicio de mesa. Por supuesto, a los europeos de la época les gustaba tanto la pasta como a los yanquis. Pero ellos no iban tan rápido. Y aunque los futuristas y los locos que dieron su nombre a los locos años veinte,se convirtieran en apóstoles de la aceleración, entrar en un establecimiento, acercarse a ese largo mostrador, pedir un cock-tail y tragárselo en dos tragos era realmente un acto demasiado extraño para un ciudadano del viejo mundo, a no ser que fuese uno de estos pájaros nacidos en Burgos que pretendían, una vez en Madrid, ser yanquis de verdad y soltaban el O.K. a toda costa.
Para vencer la reticencia a beber de pie y muy rápido, los europeos inventaron el taburete. O mejor dicho, si la barra americana ha arraigado en nuestras tierras, es porque el taburete ha crecido en altura. Con sus pies extendidos, permitía al bebedor sentarse a la altura de la barra y tomarse su tiempo, pero tampoco demasiado, ya que al fin y al cabo, era menos cómodo que una silla o un sillón. Se podría decir que, al llegar a Europa, el motor estadounidense se vio frenado, obligado a disminuir su velocidad. Así, la barra perdió parte de su función original. Pero al menos triunfó.
El taburete ayudó a asentar la barra. Sin embargo, su papel no se limitó a adaptar, por así decirlo, la velocidad de la barra a la de los caminos del viejo mundo. También permitió lanzar lo que hoy conocemos como la edad de oro de la coctelería en Europa — la década de los 20. Y lo hizo llamando a los más bajos instintos de los hombres. Es que el público número uno de los bares americanos en aquella época eran las mujeres. Describe un escritor las coctelerías en 1921 con palabras muy claras: « un ambiente de salón confidencial y galante. Domina el olor a cigarrillos egipcios y esencias caras. Un olor de mujer moderna, todo frivolidad y elegancia ». Esa mujer moderna — o « muchacha » como la suelen llamar — lleva el pelo ‘à la garçonne’, fuma con boquilla y opta por maquillaje carmín y bermellón. El ejemplo viene de Hollywood — en España, más concretamente, es una imitación de la versión francesa de esa cultura estadounidense — y el pack también incluye faldas cortas, es decir faldas que, oh my God, revelan los tobillos. Ese combo falda ‘corta’ y taburete es letal para los observadores del otro género: el mismo escritor dice que las muchachas se suben a las banquetas precisamente para « «enseñar las pantorrillas sin medias ». Así, los largos pies del asiento hacían eco de las interminables piernas que dejaban entrever.
Ramón Gómez de la Serna lo interpretaba de manera algo diferente. En su opinión, la pasión de las señoritas de familia bien para el cóctel y las barras era algo infantil : la alta banqueta del bar americano, escribe en 1922, « es lo más parecido a las sillas en las que se sienta a la mesa de los mayores el niño de dos años ». Cualquiera que sea la interpretación del fenómeno del taburete en el bar americano, parece bastante obvio que si esos establecimientos atraían al cliente masculino es porque muchos de ellos acudían para admirar el paisaje. No venían por el cóctel: el verdadero gancho era la presencia del taburete y la promesa de tobillos. Uno se emociona como puede.
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François Monti es el autor de tres libros, incluyendo “El gran libro del vermut” y “101 Cocktails to Try Before You Die”, y ha colaborado con muchas revistas internacionales. Desde este año, es el Academy Chair España / Portugal de World’s 50 Best Bars. Ha pasado la última década bebiendo para escribir, o escribiendo para beber. Jaibol es su intento de aprovechar nuevos formatos para llegar directamente al lector sin intermediarios.
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Aprender contigo es un lujo, querido François.