Lo más intrigante de una película de ciencia ficción no es el argumento, los artilugios o la tecnología, sino la forma en que se contemplan las cosas más mundanas o cotidianas. ¿Qué comemos y bebemos cuando ni la bebida ni la comida sirven para reforzar el mensaje del cineasta o del guionista? En Prometheus (2012), de Ridley Scott, la séptima película de la saga Alien, la nave espacial que lleva el mismo nombre que la película está dotada de un bar donde el astronauta puede tomarse vodka en copas de Martini1. En 2089, ¡you drink like it’s 1989! A menudo se dice que una película, ya sea histórica o fantástica, habla de la época en la que se ha rodado. Prometheus, en lo que a bebidas se refiere, habla del pasado. O, quizás, de la época en que Ridley Scott era... joven (bueno, es decir, de la época en que Scott tenía mi edad).
En su momento, me molestó un poco la falta de imaginación. Diez años después, me doy cuenta de que el Dry Martini de Prometheus no era sólo un anacronismo. Era incongruente porque, en realidad, ¿quién pediría un Dry en una nave espacial futurista? El lugar no se prestaba a ello. No es que no se pueda volar y beber un Martini. En 2015, cuando Tapas me envió a cubrir la final de la Diageo World Class en Sudáfrica, la multinacional nos había comprado billetes en la clase business de Emirates y la barra circular del A380 me pareció inmediatamente un hogar idóneo para el Dry Martini: este cóctel es el compañero legítimo del lujo convencional.
Este verano he tenido ocasión de reflexionar sobre la adecuación entre el medio ambiente y el cóctel. Dos veces he tomado un Dry Martini en un entorno que, a primera vista, debería serle hostil: con vistas al mar. La primera vez fue a finales de julio en el Varsovia de Gijón (cuyo propietario, Borja Cortina, fue el representante español en aquella famosa final de 2015). Es en el Varsovia que encontraréis la mejor mesa de España. Y quizá del mundo. Está en el altillo y, si eliges el asiento adecuado, tienes a la vez vistas a la barra, a los camareros y a los clientes, así como a la playa de San Lorenzo. Es mágico. Sin embargo, fue precisamente esta magia la causa de mi malestar: el Dry Martini era excelente, pero ¿acaso sabia un poco menos bueno porque me lo estaba bebiendo con vistas a gente en bañador en la playa y en un bar en el que entraban clientes en pantalón corto y chancletas? Ahí estaba mi Dry Martini, a punto de acabar su perfectamente helada y demasiado breve vida en un ambiente que quizás no era el adecuado. ¿No debería de haber pedido el The Fisherman, con algas, agua de mar y Talisker? ¿De verdad tenía derecho a hacerle lo que le estaba haciendo?
La segunda vez fue hace una semana, en el Hotel Mongibello de Ibiza. El Aperitivo Bar del hotel sirve un delicioso Mini Martini pre-embotellado: ginebra y vodka, dos tipos de vermut, un toque de licor de cidra y dos bitters. Incluso está diseñado para soportar el calor del verano, ya que se sirve en una pequeña botella colocada en hielo picado. La copa es pequeña y uno se va echando poco a poco. Y sin embargo, sentado en la terraza del hotel, con una vista de ensueño del Mediterráneo, algo no acababa de encajar. Martini y piscina no riman. Aquel día —y puede que incluso este verano— yo fui el único bebedor de Martini ahí. Veía pasar los camareros con sus bandejas llenas de Passion Fruit Spritz, Piña Colada Spritz e Italian Sangrías y me parecía que estos cócteles se paseaban por ahí como Aldo Maccione en las playas de las comedias francesas de los años 70: este terreno era suyo, y los clientes no podían evitar sucumbir a su encanto. El perfecto amor de verano.
Pensé con tristeza en los Martinis embotellados que aguardaban en la nevera detrás de la barra. Habían llegado al mundo convencidos de representar lo que el mundo del cóctel había creado de mejor. Tenían todo para triunfar. Pero veían una y otra vez como los bañistas pedían otros tragos. Y, en una tristísima versión mezclada del síndrome del impostor, empezaban a preguntarse si de verdad tenían derecho a estar ahí.
A estas alturas, he de confesar algo: no me gusta la arena ni la sal, aborrezco el cloro y las colchonetas, me dan arcadas el olor a crema solar y la visión de pies en chancletas. Y el Dry Martini, en circunstancias normales la cocaína de quién no toma cocaína, la solución a cualquier problema o inadecuación momentánea, tampoco ayuda: necesita interiores, maderas y cobres, luces tamizadas, perfumes sutiles, pantalones largos y camisas abrochadas. El Dry Martini es civilización y necesita civilización. A lo mejor, me pasa como a Ridley Scott: me falta imaginación. Mis dos Dry de verano fueron excelentes y los tomé en muy buenos bares, rodeado de gente de primera. Quizás hubiese bastado con cerrar los ojos y hacer abstracción de la gaviotas y del olor a sudor aromatizado con aloe vera. No lo sé, me da igual, me importa un pepino: ya estamos en septiembre, el mes más bonito del año. Chaquetita, pantalones largos. El verano llega a su fin, volvemos a casa. El Dry Martini también.
Un cóctel: Deep Sea
45 ml de ginebra Old Tom o London Dry
45 ml de vermut seco
Media cucharadita de absenta
2 golpes de bitters de naranja
Decoración: piel de limón y aceituna
Vaso: copa de cóctel
Verter todos los ingredientes en el vaso mezclador y añadir los cubitos de hielo. Mezclar con la cuchara hasta que se enfríe. Colar en la copa de servicio. Cortar un trozo de piel de limón y exprimir sus aceites en la superficie del cóctel. Colocarlo en la copa.
El mar profundo, los abismos marinos no son indicados para los veraneantes en chancletas. El Deep Sea es un Dry Martini publicado por primera vez el 1922 en Cocktails, How to Mix Them, el libro de Robert Vermeire. Según el autor, es un cóctel californiano. Se parece a una versión simplificada del Tuxedo (p139 de Mueble Bar). Si, a pesar del tiempo, os toca pasar el día al lado de una piscina, probad esta receta. Igual sí funciona. O igual no compartís mis manías.
Otras noticias
Lunes 4 estaré preparando dos cócteles con mi amigo Juan Valls en la coctelería Santamaría de Madrid, a partir de las 21.30. Patrocinan Pisco 1615, Whitley Neill, 9diDante y Empirical. No serviré Martinis.
Mi amigo Jason Wilson me encargó una guía de Madrid para su newsletter. Se ha publicado el jueves en Everyday Drinking.
Recuerda: el mejor libro del mundo se llama Mueble Bar y comprarlo es imprescindible.
François Monti lleva más de una década recorriendo los mejores bares del mundo. Y cuando no está viajando, se está preparando cócteles en casa. Más tarde, escribe sobre la experiencia. Es el autor de varios libros, incluyendo El gran libro del vermut y 101 Cocktails to Try Before You Die, y ha colaborado en muchas publicaciones internacionales. Su trabajo ha sido nominado a varios premios, entre los cuales se encuentran los World Gourmand Book Awards o el Best Cocktail & Spirits Writing en los Spirited Awards (los Oscar de la mixología). Desgraciadamente, no ha ganado ninguno, así que no le queda más remedio que seguir bebiendo para escribir. Monti también se dedica a la formación. Es docente del Master Wine & Spirits Management en el Kedge Business School en Francia y ha impartido conferencias alrededor de todo el planeta en los eventos más importantes del sector. Ya que también tiene que comer, es socio de la agencia de estrategia Amarguería. Desde el 2020, Monti es el Academy Chair para España y Portugal de The World's 50 Best Bars. Según la revista Drinks International, es una de las 100 personas más influyentes de la industria del bar a nivel global.
Al menos, así es como lo recuerdo. Vi la película cuando se estrenó. A menos que fuera otra película. Las pequeñas células grises, como dice mi compatriota Poirot, también envejecen.
Totalmente de acuerdo querido maestro.