Un viaje relámpago a Cognac la semana pasada me permitió visitar a algunos productores y négociants cuyo trabajo abre perspectivas nuevas sobre una categoría que solemos asociar con las cuatro grandes empresas tradicionales que dominan el sector. Pude degustar cognacs muy, muy viejos en Grosperrin y Pasquet (algunos de ellos de añada, lo que, a diferencia del armagnac, no es habitual en cognac), pero también pude conocer proyectos más boutique, como el de Fanny Fougerat, que propone cognacs de más de diez años, en los que la madera no ha tomado el control. Al contrario, el aguardiente de uva sigue vivo, muy vivo, su alma sin ahogar por un añejamiento agresivo, su tipicidad sin aplastar por la adición de boisé (mezcla de brandy menor, azúcar y trozos de madera), este aditivo que tanto daño hace a la credibilidad de la categoría.
Quizá volvamos a hablar un día, en algún lugar, de estos cognacs pero lo que más quiero destacar de mi visita es un encuentro con un anciano, un destilador considerado en su día entre los mejores de la región. Ahora jubilado, dedica parte de su tiempo, por diversión, a intentar mejorar el trabajo de destiladores clandestinos en... España. Por razones obvias, en esta historia de moonshiners patrio, todos tienen que permanecer en el anonimato.
En un pueblo de La Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, pasaba sus vacaciones un señor francés cuya vida había dedicado a la transformación del vino en aguardiente. Tras haber traspasado la empresa familiar a su hijo, había decidido visitar, de vez en cuando, a uno de sus antiguos trabajadores agrícolas. Este último vivía en las sierras del sur de la comunidad. Allí, nuestro caballero descubrió el pueblo dedicado a una pasión que había desaparecido en otras tierras: cada casa parecía tener su propio alambique, cada casa destilaba vino para producir un aguardiente casero.
Bueno, se acabó el pastiche. Centremos la narrativa.
Estaba en casa de este anciano para probar el cognac de su hijo. Pero por muy jubilado que sea, el padre sigue siendo el padre. En cuanto se enteró que yo vivía en España, el plan cambió y me presentó una vieja botella de tónica Schweppes, rellena de un líquido transparente pero sin carbónico: un aguardiente de 1992, destilado ilegalmente en una casa de La Mancha. El aroma, queridos, casi me mata. De esos que te convencen de que nunca más te reirás de los bebedores de vino natural que fingen que les gusta algo que lleva un defecto evidente o de los aficionados al mezcal que intentan hacerte creer que el olor a queso azul no se debe a un problema de fermentación: al lado de esto, hasta el vino con olor a vomito o el mezcal con aroma de pocera huelen bien. Tenía probablemente el peor aguardiente del mundo delante de mis narices. Podría haberlo dejado allí. Debería haberlo dejado allí. Pero, ay, queridas, la curiosidad mató al gato, como dicen los ingleses.
Las cinco personas que estaban conmigo gritaron al unísono « nooooo ». Alguien, te lo juro, hizo ademán de quitarme la copa. Demasiado tarde: acababa de meter la lengua en el catavino. El anciano no dijo nada. No hacia falta. El contacto del líquido con la punta de mi lengua duró un cuarto de segundo. Fue suficiente, creo, para destruir un número considerable de papilas gustativas. Al día siguiente, al catar cualquier bebida alcohólica, la punta de la lengua me seguía picando (menos mal que el resto de la boca no estuvo afectado, permitiéndome seguir catando en condiciones más o menos correctas). La vida, o por lo menos la mía, es una sucesión de errores de los que no se aprende nunca nada.
En cambio, el viejo destilador de cognac sí que estaba convencido de que uno puede aprender de sus errores. Después de descubrir estos aguardientes caseros absolutamente defectuosos, decidió dedicar parte de sus estancias manchegas a ayudar a algunos destiladores clandestinos a mejorar su técnica. Y aunque las alquitaras a su disposición no tengan, es un eufemismo, la misma calidad que los alambiques charentais, he de decir que los resultados obtenidos no son nada malos. Tras el susto de la primera muestra, me aventuré a probar aquellas en las que el señor mayor había colaborado y, efectivamente, comprobé que en lo bueno como en lo malo, la responsabilidad no la tiene la herramienta, sino el trabajador...
Terminada la cata, el señor sacó despreocupadamente su iPad para enseñarme fotos de las alquitaras. Sobre todo, quiso contarme una anécdota. Unos meses antes había ocurrido lo que tenía que ocurrir cuando se juega con fuego y alcohol en un contexto no profesional: un incendio accidental. Un alambique siempre es peligroso, un alambique clandestino aún más. Sobre todo cuando la fuente de calor se parece mucho a un quemador paellero de butano y alguien lo ha colocado demasiado cerca de la caldera. La desventura quedó documentada en fotos: aquí, el pasaporte en cenizas y las tarjetas bancarias derretidas, allí la chaqueta reducida a un trozo de tela no mayor que un paño de cocina. De repente, en medio de este paisaje carbonizado, una foto llama la atención: una parrilla con carne lista para poner en el fuego. No es un error, no es una foto de la barbacoa del día siguiente, no. El fuego sorprendió al señor de Cognac y a su vecino poco antes de la hora de comer. Mientras le daban a la alquitara, iban a llenarse la panza. El incendio interrumpió el plan. Pero cuando se fueron los bomberos, encontraron la carne todavía cruda. Todo había quemado, menos lo que querían cocer. La vida es así.
(Los bomberos y la guardia civil intervinieron, por supuesto, pero al parecer fingieron no darse cuenta de lo que estaba pasando allí. Sin duda tienen amigos o familiares que también destilan de vez en cuando. El incendio tuvo lugar un jueves. El lunes se reanudó la destilación. Los manchegos son muy manchegos y mucho manchegos.)
Todos hemos oído hablar de la enorme producción ilegal de orujo en Galicia por parte de destiladores ‘caseros’. Lo que nuestro jubilado francés encontró en La Mancha es parecido: es lo que queda de una época en la que todo el que producía vino tenía también un alambique para destilar lo que sobraba. En Francia se llaman bouilleurs de cru, y ya casi no quedan. Hacia 1900, había tres millones de fruticultores que tenían derecho a destilar su cosecha. Hoy quedan entre 600 y 700. El número disminuye cada año, ya que cuando mueren se extingue la licencia. Y probablemente por eso nuestro viejo francés ayuda a sus vecinos de La Mancha: no es que se aburra, es que siente nostalgia de una tradición en peligro de extinción.
Unas horas después, ya había podido probar los magníficos cognacs de la casa. Estaba gozando del sol, con una copa de un cognac de los años 70 que nos acaban de sacar de una barrica en la mano. Ví llegar el anciano otra vez. Tijeras de podar en mano, volvía del viñedo. Me preguntó si se hacía buen anís en España. Los que había probado —las marcas más conocidas— no terminaban de agradarle, a ver si podía recomendarle algo. (No, le respondí). Esa misma noche, en un elegante restaurante del centro de Cognac, advertí a su hijo: « Tenga cuidado, creo que su padre pronto intentará hacer anís en algún lugar de las sierras del sur de La Mancha ». No me contestó. ¿Qué iba a poder contestar? Por algo llaman los franceses ‘eau de vie’ (agua de vida) al aguardiente.
Un cóctel: Oh Gosh
25 ml de Havana Club 3 años o Plantation 3 Stars
25 ml de triple seco Merlet
15 ml de lima fresca
10 ml de jarabe de azúcar
Verter todos los ingredientes en la coctelera y añadir los cubitos de hielo. Agitar hasta que se enfríe. Colar en una copa de cóctel. Cortar un trozo de piel de limón y exprimir sus aceites en la superficie del cóctel. Colocarlo en la copa.
Sorprende hablar de cognac y proponer un cóctel con ron. Pero Cognac tiene dos coctelerías y una de ella, Luciole, es llevada por Guillaume Le Dorner, mano derecha durante numerosos años de Tony Conigliaro. Y Luciole mantiene la esencia del clasicismo a la Conigliaro. Así pude volver a tomar el Oh Gosh (“Madre mía”, que es lo que dijo un cliente al probarlo por primera vez), un sencillo pero delicioso Daiquiri con un toque del triple seco de la casa Merlet. Lo creó Conigliaro en 2001 y dio su nombre a uno de los primeros blogs de coctelería, llevado por un tal Jay Hepburn allá por el 2009, y una de mis webs de referencia cuando me adentré en serio en el mundo de las mezclas.
Sobre la destilación clandestina, conviene leer Chasing the White Dog de Max Watman, una historia cultural de la practica en Estados Unidos.
Otras noticias
Lamento el fallecimiento esta semana de Wayne Collins, una de las figuras esenciales de la coctelería londinense de finales de los 90 y cuya influencia fue determinante en el ámbito formativo. Como muchos de los grandes de le época —Nick Strangeway o los también fallecidos Henry Besant y Douglas Ankrah— el nombre de Collins no suele ser conocido de las nuevas generaciones. Es una lástima. Pero Collins deja por lo menos una receta que todos tienen que conocer: el White Negroni. Lo inventó en 2001 en una visita a Burdeos. No había llegado el cóctel a tierras tan lejanas y no pudo encontrar ni Campari ni vermut en las tiendas. Compró Suze, un licor amargo de genciana, y Lillet e improvisó esa versión del Negroni. Para la ginebra, Collins utilizó Plymouth, ya que estaba con Nick Blacknell, entonces director de la marca, y de garnish puso piel de pomelo. Se ha convertido en clásico moderno.
No hay confirmación oficial pero todos los indicios apuntan a que Diageo ha decidido ‘matar’ a Aecorn, la marca de aperitivo sin alcohol desarrollada por el equipo de Seedlip. Diageo compró ambas marcas en 2019 pero si se confirma, se ve que el rendimiento obtenido y las proyecciones económicas no justifican el mantenimiento de Aecorn. La próxima vez que os hablan del crecimiento de los destilados o aperitivos sin alcohol, no olvidéis de hacer una pregunta: show me the money. Como me dijo un observador veterano del sector, « los productos sin alcoholes son una burbuja inflada por el dinero de Venture Capitalists pero creo que les cuesta mucho convencer a los consumidores para que compren una segunda botella ». Como no me canso de repetir: el mejor cóctel no es el que más se vende, es el que más se vuelve a pedir. Pasa lo mismo con los destilados.
Le Swag
El problema cuando te ponen a catar un cognac de 1958 o de 1980 es que cuando se acaba la visita, por muy periodista super influyente que te creas, no te van a regalar una botella de 800 euros. Por lo tanto, desde Cognac no me traje una botella de cognac. No, me regalaron en Pasquet el otro producto icónico de Charentes: las charentaises. Igual te cuesta creerlo, pero es el mejor regalo que me han hecho en todos estos años de visita a destilerías.
Recuerda: el mejor libro del mundo se llama Mueble Bar y comprarlo es imprescindible.
François Monti lleva más de una década recorriendo los mejores bares del mundo. Y cuando no está viajando, se está preparando cócteles en casa. Más tarde, escribe sobre la experiencia. Es el autor de varios libros, incluyendo El gran libro del vermut y 101 Cocktails to Try Before You Die, y ha colaborado en muchas publicaciones internacionales. Su trabajo ha sido nominado a varios premios, entre los cuales se encuentran los World Gourmand Book Awards o el Best Cocktail & Spirits Writing en los Spirited Awards (los Oscar de la mixología). Desgraciadamente, no ha ganado ninguno, así que no le queda más remedio que seguir bebiendo para escribir. Monti también se dedica a la formación. Es docente del Master Wine & Spirits Management en el Kedge Business School en Francia y ha impartido conferencias alrededor de todo el planeta en los eventos más importantes del sector. Ya que también tiene que comer, es socio de la agencia de estrategia Amarguería. Desde el 2020, Monti es el Academy Chair para España y Portugal de The World's 50 Best Bars. Según la revista Drinks International, es una de las 100 personas más influyentes de la industria del bar a nivel global.