Debía de tener 14 años la primera vez que bebí un chupito de tequila. Fue en un café de Le Carré, el barrio de Lieja, mi ciudad natal, donde se concentran a la vez bares de estudiantes y tiendas de ropa de lujo. No recuerdo la marca, pero obviamente era un mixto muy barato. O quizás ni era un tequila sino algo con sabor a agave. Al fin y al cabo, en aquella época mis padres sólo me daban 100 francos belgas a la semana (2€50). Si no me equivoco, en 1995 en Bélgica se podían pedir destilados en los bares a partir de los 16 años (hoy hay que tener 18 mínimo). El camarero seguramente no tenía más de 18 años y le daba un poco igual todo. Recuerdo sal, limón y un líquido azulado (aún no conocía el efecto de la luz ultravioleta en ciertos líquidos). También recuerdo que mi compañero de clase se quedó dormido en su silla (habíamos tomado un par de cervezas antes) y que cuando salí a la calle no pude encontrar mi cartera. Al ver mi cara descompuesta, el compañero, ya despierto, admitió que me había gastado una broma y la tenia él. Unos meses después, dejó el insti y empezó a salir con el grupo de amigos de su hermano mayor, que eran unos neonazis. La última vez que lo vi, olía a perro muerto y creo que dormía en la calle, con 15 años. Lo nuestro fue una breve amistad de circunstancias: yo había llegado a este instituto desde el colegio de mi pueblo (población: 500). Era el mejor instituto de una ciudad de 250.000 habitantes, los alumnos se conocían todos, y la dirección había agrupado a todos los que venían de otra parte, como yo, con los que no deberían haber estado allí, como él.
No sé hoy en día, pero en los años 80 y 90 beber siendo menor de edad no estaba mal visto en Bélgica. De hecho, era práctica común dar a los niños cerveza « de mesa » con tan solo 1,2% de alcohol. Mi madre insiste en que la primera vez que me puse un poco joyeux (alegre) fue a los seis años, cuando bebí un sorbo de una cerveza que había dejado sobre la mesa, pero tengo otro recuerdo: creo que se equivocó de botella en el supermercado y me sirvo una cerveza de 3,8% en lugar de una de 1,2%. Cosas que pasaban.
Para los jóvenes de Lieja, uno de los principales acontecimientos de sociabilización relacionado con el alcohol es la noche del 14 de agosto. En una parte muy castiza de la ciudad, el 15 de agosto tiene lugar la procesión de una Virgen negra. Para mucha gente, la tradición es salir de fiesta toda la noche y luego ir a esperar a la Virgen de madrugada. Tengo un recuerdo especial del 14 de agosto de 1999, cuando tenía 17 años. Nos reunimos muchos compañeros del instituto. Algunos iban a empezar la universidad dos semanas más tarde. Otros, como yo, se iban al extranjero a aprender un idioma. Era la última oportunidad de hacer una fiesta juntos o de decirle por fin a esa persona especial lo que pensabas de ella. Ya me entienden. Obviamente, el proceso dependía de la lubricación alcohólica. Mi región natal tiene una gran tradición de genièvre, un destilado de enebro muy parecido al genever holandés y al que llamamos pèkèt. En general, los jóvenes beben este destilado mezclado con azúcar y sabor a fruta: un pèkèt citron (con limón), por ejemplo. Pero aquel verano la bebida de moda era el Zizi Coincoin (zizi quiere decir pito y coin coin es el ruido que hace un pato —ya ven el nivel), una mezcla de zumo de limón y Cointreau. Ahora se ha convertido en marca comercial y ya no se produce con Cointreau, pero los efectos que tuvo el Zizi Coincoin son obvios: 25 años después, a pesar de la innegable calidad del licor francés, me sigue resultando extremadamente difícil apreciar un cóctel con mucho Cointreau (si tu lis ça, Caroline: désolé). La culpa, claro, es de aquella noche, cuyos únicos recuerdos son un beso furtivo, la imagen de un amigo tumbado en la acera con la cabeza apoyada en los muslos de una amiga que le acariciaba el pelo y el esfuerzo que nos costó luego cruzar el río intentando no vomitar delante de las decenas de personas que se encontraban en el puente a las 8 de la mañana. Volvimos a la casa del amigo sin la amiga del beso ni la amiga de los muslos. La vida es así de perra, a veces.
Unas semanas más tarde, me fui a estudiar en Inglaterra, a media hora de Londres. Me alojaba en la casa de una señora de origen india, un poco loca, que decía haber sido la prometida de Roger Moore (tenía una foto de ellos juntos) pero que se había casado con un hombre rico que acabó dejándola. Por eso tenía habitaciones para estudiantes. Su preciosa hija, ex modelo y completamente loca, también vivía allí, al igual que una japonesa que estudiaba diseño de moda. En la escuela de idiomas conocí a tres mexicanos que, afortunadamente, nunca intentaron que bebiera tequila, pero siempre nos daban algunos pesos que tenían un gran parecido con las monedas de dos libras. Con esas monedas comprábamos los kebabs a la salida del pub, lo que nos permitía ahorrar dinero de verdad para beber más. Al nivel etílico lo más rentable era pedir un Long Island Iced Tea lleno de destilado barato (incluido algún pseudo tequila, por supuesto) servido en una pinta con un dedo de Coca-Cola de manguera. Dicho esto, mi mejor recuerdo de fiestas en bares suburbanos es de un pub de Sutton una noche de karaoke. Un anciano se bebía su Guinness con pajita. Después de beber o mejor dicho de sorber no sé cuántas pintas, subió al escenario (bueno, una camarera le ayudó porque se tambaleaba peligrosamente) para cantar When I'm 64 de los Beatles. Fue un momento a la vez bello, sórdido y triste. A veces me pregunto qué habrá sido de él y si un día protagonizaré yo una escena parecida en un bar de Carabanchel.
De vuelta a Bélgica en septiembre 2000, me fui a estudiar a Bruselas. Pocos cócteles en aquellos años. Quizá un Mojito o una Caipirinha en los bares cubanos o brasileños donde a veces seguíamos a las chicas cansadas de los bares de heavy o de rock. Probablemente algún Vodka Red Bull porque sí. Para los snobs, un Half en Half, un « cóctel » típico de Bruselas, mitad vino espumoso, mitad vino blanco, que le encantaba al cantante Jacques Brel. Pero, en realidad, fue una época de cervezas trapenses y triples. Contrariamente a lo que se suele creer, las cervezas triples no son tradicionales: aparecieron en los años 30, después de que el Estado belga prohibiera la venta de destilado en los cafés (prohibición que duró hasta 1984). Las cerveceras llenaron el vacío dejado por los destilados con cervezas más fuertes. Y quién iba a beber cócteles cuando una Westmalle Triple (9,5°) o una Chimay Bleue (9°) costaba entonces unos 3 euros.
Hoy estoy inmerso en estos recuerdos porque esta semana hace exactamente 25 años que dejé el instituto, 20 años que dejé la universidad y 15 años que me vine a vivir a Madrid. Estuve en Bélgica hace dos semanas y volví a ver a algunos de los amigos con los que compartí esos momentos, y algunos de los lugares donde los vivimos. Es difícil no sentir cierta nostalgia (« el único consuelo para los que no creen en el futuro », dice un personaje de La gran belleza de Sorrentino), cuando ves el lamentable estado de Lieja o te das cuenta de que bares del centro de Bruselas que hace veinte años cerraban a las 6 de la mañana ahora te invitan a irte a tu casa cuando no han dado ni las 23h. Pero mi única nostalgia es la de una época en la que se hacían Dry Martinis a partes iguales en todo los bares americanos. Aunque no crea en el futuro (que es como dios: no existe), no soy nostálgico. Lo que quizás sí soy es melancólico, no en el sentido neurasténico de la palabra, sino en el de lo que Víctor Hugo (cuyo único vínculo con el mundo del cóctel es que Fernando Gaviria montó en los años 50 uno de los mejores bares de Madrid en la calle del mismo nombre) llamaba « la felicidad de estar triste », que es básicamente lo que siente la gente que no está triste cuando escucha música triste. Al parecer, la tristeza en ausencia de motivo de tristeza te hace feliz. ¿Puede uno sentir lo mismo con un cóctel o un destilado?
Hace unos años (menos de diez pero más de cinco), cuando ya me había convertido en un bebedor que escribe, visité a mis padres en Lieja. Tras una noche en el centro perdí el último autobús y, en lugar de coger un taxi, decidí ir a la Maison du Pèkèt (es decir La casa del genever). Ubicada en uno de los edificios más antiguos del centro de la ciudad, justo detrás del ayuntamiento, la Maison du Pèkèt es un negocio que gana dinero por los pèkèts de frutas y azúcar tan típicos de las fiestas del 15 de agosto de las que hablamos antes, pero también ofrece varios pèkèts puros para degustar. Es decir que teóricamente intentan educar sobre la categoría. Digo « teóricamente ». Esa noche, tomé asiento en la barra y pedí un pèkèt ancien système (es decir elaborado con vinos de malta en lugar de alcohol neutro) de la Distillerie de l'Espérance. Después de atender a las pocas mesas de estudiantes que, un viernes por la noche, querían pekets de chocolate blanco o melón, la camarera, que debía de tener 25 años, volvió detrás de la barra y me dijo: « ¿Qué pasa? ¿Estás triste? »
Es verdad que beber solo en bares se suele ver como síntoma de depresión o incluso de alcoholismo. Un prejuicio intolerable que sufren personas como yo que, realmente, van a los bares con la esperanza de que les dejen en paz: sí, bebemos solos porque estamos mejor solos que hablando contigo. Pero también creo que su exabrupto fue provocado no por mi situación (los bares de Lieja están llenos de hombres que beben solos y nadie pierde el tiempo preguntándoles por su estado anímico) sino por lo que estaba bebiendo: para beber un pèkèt puro, hay que estar muy triste.
Poco antes, me había enterado de que uno de mis antepasados, un tal Dieudonné Sklin, había sido destilador de pèkèt en Lieja a finales del siglo XIX (y también inventor de un coche, pero esa es otra historia) y que tenía sus instalaciones en uno de los edificios más bonitos del casco antiguo. Como siempre he sido incapaz de no ver una señal donde podía ver una señal, este descubrimiento me hizo creer que mi pasión por las bebidas espirituosas tenía un sentido y me puse a profundizar en mis conocimientos sobre este destilado concreto. Y por eso había llegado ahí esta noche. Pero, claro, no podía explicárselo a la camarera. Y me entró la duda, a pesar de todo: a lo mejor tenia razón. Sin saberlo, igual estaba triste. ¿Por haber perdido el autobús? ¿Por los pobres estudiantes incapaces de valorar un buen pèkèt sin azúcar ni fruta? ¿Por una tradición que se estaba muriendo (¿cómo va a sobrevivir una bebida que solo beben los hombres tristes de cierta edad?)? Quién sabe.
Me volvió a la cabeza esta anécdota a raíz de mi viaje de hace dos semanas y de todos los recuerdos que surgieron. Creo que la melancolía del bebedor, esa felicidad de estar triste, es hija de la experiencia. Ahora que sé lo que es un buen tequila y que puedo servirme, ahora mismo, un vaso de la botella de Fortaleza que tengo en mi mueble bar, no volveré a tomar lo que me pusieron hace 29 años en un bar de Lieja. Pero eso también significa que nunca volveré a tener la ilusión de este primer chupito casi clandestino, ilegal. Cuando sabes algo, ya no puedes no saberlo. No puedes volver a la inocencia. Por eso pienso ahora que la camarera tenía razón, que estaba triste. O por lo menos melancólico. Sin saberlo, al pedir este par de centilitros de pèkèt, estaba diciendo adiós a los que experimentaban estos estudiantes con su mezcla de pèkèt malo con azúcar y limón o sandía o chocolate: la absoluta alegría que te da lo de vivir el momento sin preocuparte lo más mínimo por lo que estás tomando. Porque solo es la excusa o el carburante para otra cosa, mucho más importante. Que daría por volver a beber sin estar analizando lo que estoy bebiendo… O mejor dicho: qué ilusión pensar en esta posibilidad. Qué gusto imaginarse otra vez en este puente, borracho perdido, feliz, a las 8 de la mañana, con 17 años y la vida por delante.
(Mentira. Jamás volvería a una época previa al descubrimiento del auténtico Daiquiri.)
Recuerda: el mejor libro del mundo se llama Mueble Bar y comprarlo es imprescindible.
François Monti es el autor de Mueble Bar y lleva más de una década recorriendo los mejores bares del mundo. Y cuando no está viajando, se está preparando cócteles en casa. Más tarde, escribe sobre la experiencia. Es el autor de otros tres libros, incluyendo El gran libro del vermut y 101 Cocktails to Try Before You Die, y ha colaborado en muchas publicaciones internacionales. Su trabajo ha sido nominado a varios premios, entre los cuales se encuentran los World Gourmand Book Awards o el Best Cocktail & Spirits Writing en los Spirited Awards (los Oscar de la mixología). Desgraciadamente, no ha ganado ninguno, así que no le queda más remedio que seguir bebiendo para escribir. Monti también se dedica a la formación. Es docente del Master Wine & Spirits Management en el Kedge Business School en Francia y ha impartido conferencias alrededor de todo el planeta en los eventos más importantes del sector. Ya que también tiene que comer, es socio de la agencia de estrategia Amarguería. Desde el 2020, Monti es el Academy Chair para España y Portugal de The World's 50 Best Bars. Según la revista Drinks International, es una de las 100 personas más influyentes de la industria del bar a nivel global.
Precioso texto
hermoso envio, la nostalgie camarade