Hace un mes, estuve en Ciudad de México para el cuarto aniversario de Handshake y me pidieron que diera una breve charla sobre un tema de mi elección. Decidí hablar de la palabra más maltratada en el mundo de la coctelería: « interesante ». No necesariamente saco mi pistola cuando la escucho, pero digamos que miro hacia la salida más cercana, cubro con la mano el bolsillo que alberga mi cartera y trato de taparme los oídos al mismo tiempo. No es fácil.
La primera vez que me di cuenta de esta aversión a una palabra que en otros contextos sólo puede significar cosas buenas fue hace unos años, cuando un amigo barman se ofendió porque no me gustaba uno de sus cócteles. Lo que prepara suele ser muy bueno, pero éste no me convenció. « Es que no entiendes », me dijo aquel día, « es complicadísimo crear sabores tan complejos en un cóctel, es un trago muy interesante ». Claro, concluí entonces, « interesante » quiere decir que no es bueno. Que su valor es otro. Y desde esta revelación, me he dado cuenta que estamos rodeados de cócteles « interesantes » que no son buenos.
Pero aquí estoy, con 41 años, 13 kilos de sobrepeso y 8 más de lo que realmente me gustaría pesar (los periodistas gastronómicos somos como un buen wagyu: si no hay vena de grasa, no confies), bebo demasiado, como demasiado y, en definitiva, me gustaría pasar los años que me quedan antes de que mi médico me ordene dejar de comer y beber bebiendo y comiendo cosas buenas en lugar de cosas interesantes.
Es que en gastronomía tiene que haber necesariamente una jerarquía: todo tiene que ser bueno. Una vez garantizado este nivel mínimo, pues mirad, igual se puede trabajar para que estas cosas buenas sean también « interesantes ». Pero no antes, por favor. No antes.
El auge de lo « interesante » empezó hace algo más de una década cuando algunos intentaron coger cócteles muy buenos y colarles algo raro, en plan un cordial de cebolla roja en un Gimlet, una espuma de parmesano en un Sour, etc. Este empeño dio algunos resultados buenos —he aquí el Benton’s Old Fashioned— pero ya no hay manera de entrar en un bar sin que te propongan un fat wash de queso roquefort, una redestilación de ginebra con tuétano o, Dios nos proteja, cócteles que saben a vino. El tema no es tanto estas ideas a todas luces algo absurdas, es que los tragos resultantes no dejan rastro alguno en la mente del cliente (salvo, claro, cuando el resultado es auténticamente catastrófico) y nadie los lamenta cuando desaparecen del menú.
Es decir, echamos mucho de menos a Tony Conigliaro. Antes de caer en desgracia, le llamaban el Heston Blumenthal de los cócteles. A pesar de sus rotovaps, sus técnicas de laboratorio y sus ideas ‘interesantes’, aparte del Flint (una deliciosa mezcla de destilados de sílex, arcilla y líquenes), sus cócteles más famosos hoy en día son su Negroni Superiore (¿el mejor del mundo?) o su Rhubarb Gimlet. Porque ninguno de sus cócteles es tan solo « interesante »: son, sobre todo, buenos.
Dado que del Benton’s al Flint, ilustres creativos del bar han enseñado el camino (« lo bueno lo primero »), ¿a qué se debe esta epidemia de cócteles « interesantes » muy felices de ser « interesantes » y nada interesados en ser buenos?
Hay varios factores. La importancia de las competiciones en el proceso de desarrollo personal y mediático de los profesionales es uno importante. Al igual que todos sabemos que sacar una buena nota en un examen no significa que controles la materia de la que te estás examinando, sino que simplemente certifica que eres capaz de aprobar un examen, obtener un buen resultado en un competición de coctelería no depende de la calidad de la bebida, sino de tu capacidad para llamar la atención de los jueces. El cóctel no tiene que ser bueno: tiene que ser « interesante ». El juez sólo tomará dos sorbos, así que no tendrá tiempo de apreciar que el cóctel es, por ejemplo, imposible de beber entero. Sin darse cuenta, el barman aprende a « hacer trampas » y, por desgracia, aplica este aprendizaje en su bar, tanto más fácilmente cuanto es precisamente su buen resultado en el concurso lo que atrae la atención de la prensa.
Como me señalaron no hace mucho, en el mundo de la coctelería no existe el equivalente a un concurso de la mejores croquetas. No estoy diciendo que los concursos de la mejor croqueta sean necesariamente algo bueno, por supuesto. Lo que quiero señalar es que las competiciones —por regla general— también exigen del profesional que ideen recetas que no son canónicas sino « creativas » o raras (o « interesantes », en la jerga del sector), desarrolladas con técnicas « de vanguardia ». Y esta fascinación por la creatividad « tecnologizada » es otra de las razones del insoportable dominio del cóctel « interesante » (muchas comillas, ya lo sé, pero es lo que toca hoy). El problema de este acercamiento al cóctel es que no está determinado por el sabor o el gusto sino por la técnica o el concepto. Ya que se ponen estos aspectos en primer plano, muchos profesionales (y esto es observable en muchos bares) están tan obsesionados con la técnica de extracción de sabores o el ingrediente inusual que están trabajando en un ingrediente casero que su lealtad va al proceso, no al trago. Son absolutamente incapaces de evaluar honestamente el resultado: el proceso se ha convertido en el objetivo central (es el que justifica la existencia del cóctel) y no en el medio adecuado para ofrecer un resultado ideal (es decir, ante todo bueno y, quizá, quién sabe, interesante).
Un buen amigo de gran renombre en el sector me contó hace un año que se negaba a intervenir en un famoso curso de formación profesional del norte de España porque, a su juicio, a los alumnos sólo les interesaba el circo —rotovap, infusión por ultrasonidos, copas diseñadas por encargo y, por supuesto, mucho humo— y no todo los aspectos —gestión, limpieza o, por desgracia, dominar los fundamentos del cóctel— que harían de ellos buenos profesionales en lugar de meros payasos con fecha de caducidad en la industria. Tocaba así otra razón del triunfo de lo « interesante »: una formación deficiente. En general, ya sea en un bar o en un centro de formación, los clásicos son recetas que hay que seguir (en plan recetario oficial de la IBA o manual del jefe del bar donde curras) y no objetos vivos cuya mecánica interna intentas comprender. Memorizas unas cuantas recetas y, bingo, ya estás listo para jugar en la gran liga: te abren las puertas del laboratorio para que puedas rediseñar y reimaginar esos mismos clásicos que no conoces de verdad.
Es bastante revelador la popularidad actual de la solución salina (una mezcla de agua con un poco de sal) en el kit del bartender. Hace diez años, cuando un trago cojeaba, se añadía un ingrediente más o se utilizaba uno de los muchos bitters extraños (« interesantes ») que habían aparecido en el mercado. Hoy, la solución es la sal, un truco que ha aparecido hace relativamente poco pero que nunca ‘salva’ un trago (la sal no tiene el mismo papel en la coctelería que en la cocina). Las carencias de la formación básica sobre estructura del cóctel hace que todo se solucione añadiendo algo (de preferencia algo llamativo, que se pueda contar), cuando, realmente, una receta que merece ser salvada se suele salvar jugando con la cantidad de alcohol o de azúcar.
Por último, si la sombra inquietante de lo « interesante » planea hoy sobre nosotros, es también porque lo bueno requiere paladar. Y el paladar, como todo, es algo que hay que formar, pero es lo último que se entrena en esta industria. A la pregunta de qué formación recomendaría a un joven profesional, un conocido barman madrileño suele responder con una boutade: que estudie el vino. Otra boutade: se puede juzgar la calidad de una coctelería por los restaurantes o vinos que recomienda el barman. Y añadamos una tercera boutade (¡perdón!): en lugar de gastarse una fortuna en un laboratorio de alta tecnología, como si lo único que necesitara un bar para convertirse en un Mugaritz del cóctel fuera un laboratorio, sería mejor emplear el dinero en llevar al equipo a comer y beber a los mejores restaurantes, bares de vino o cafés de especialidad de la ciudad.
Sinceramente, ninguna de esas boutades son realmente boutades. Va muy en serio: el trago « interesante » pero no bueno es una prueba inequívoca de que se nos esta olvidando de que el oficio de la barra es lo que los francés llaman « un métier de bouche », es decir literalmente « un oficio de boca ». Cada vez más bares se posicionan en lo que alguna vez se llamó lo tecno-emocional y, en camino, se olvidan que la primera emoción gastronómica tiene que nacer en la boca del comensal.
Sé que las técnicas, ingredientes o bebidas « interesantes » están en pleno auge porque son populares. Alimentan tanto el ego del barman creativo como la cuenta de Instagram del cliente de una noche. En un entorno en el que la formación del profesional se centra en la técnica y no en el sabor, en el que el propio cliente a menudo nunca ha probado un buen Daiquiri y en el que la llamada prensa especializada es indescriptiblemente perezosa e insultantemente educada (es decir que incluso los que saben algo no se atreven a criticar), parece obvio que « interesting pay the bills ».
Y claro, se me podría decir que si no estuviera gordo, si tuviera treinta años y siguiera siendo una persona con curiosidad (ya se sabe que con la edad se pasa del experimentalismo al conservadurismo, lo que explica perfectamente por qué los que a los 20 años escuchaban oscuras bandas canadienses de post-rock ahora se gastan ahora una fortuna en ver a Springsteen), estaría por el contrario fascinado por lo que está pasando hoy en día. « Nunca hemos visto tantas cosas excitantes en el mundo del cóctel », dicen.
Tal vez.
Pero no. Para nada.
El triunfo de lo « interesante » sobre lo bueno es sobre todo el triunfo de lo fácil: es mucho más fácil tener una idea « interesante » que hacer algo bueno. El verdadero problema es que los consumidores aceptan cócteles malos pero « interesantes » porque no se toman el cóctel en serio. Los cócteles están de moda, mola ir a un bar, vivir la experiencia, hacerse fotos. Pronto se pondrá de moda otra cosa. Y nadie vendrá a beber nuestros cócteles « interesantes ». Los que vendrán querrán algo bueno, y punto. ¿Seremos capaces de ofrecérselo, si lo que nos obsesiona es hacer algo « interesante »?
Un cóctel: Martini de agua de tomate
60 ml de ginebra London Dry
20 ml de vermut seco
10 ml de agua de tomate*
Verter todos los ingredientes en el vaso mezclador y añadir los cubitos de hielo. Mezclar con la cuchara hasta que se enfríe. Colar en una copa de cóctel.
Esta receta de Dan Saltzstein, editor del New York Times, se hizo viral durante la pandemia, cuando todo el mundo estaba aburrido y buscaba algo interesante que hacer. El agua de tomate está ahora en todas partes (es decir, en demasiados cócteles). Y, a veces, funciona. A algunos les gusta este Martini, pero yo no diría que llega a ser bueno de verdad. Espero que os interese, por lo menos.
Lectura recomendada: Cocina o barbarie, de Maria Nicolau
Soy consciente de que soy el último en darme cuenta, ya que al parecer es un bestseller gastronómico, pero me ha gustado mucho el libro de Nicolau, al que llegué sin saber nada de la autora. Es un libro que tiene más de memorias o narrativa de no ficción que de recetario tradicional y está lleno de buenas ideas. Es sin duda lo mejor que ha salido en la categoría « cocina en casa » en España en los últimos años.
En cierto modo, me recordó mucho a Twelve Recipes, de Cal Peternell, un libro cuyo foco no es tanto en las recetas sino en hacer que el lector se sienta más cómodo en la cocina, con mayor capacidad para ser flexible. Las comparaciones son odiosas, lo sé, pero el libro de Peternell también me hizo notar los defectos del de Nicolau. Con Twelve Recipes, Peternell ha escrito una carta de amor: a la cocina, a la alimentación de los seres queridos (el libro es básicamente un manual que escribe para su hijo cuando éste se va a la universidad) pero también a sus lectores. Si Nicolau ha escrito una carta de amor, es a un mundo perdido (el de las mujeres de su familia) y a su propia práctica de la cocina. A su lector, no tanto: el tono es más bien de imprecación.
La imprecación no es que digamos muy sutil. Su tenor es un poco: « Si no tienes tiempo para hacer caldo casero, es porque pasas demasiado tiempo enganchado al teléfono ». Las prioridades del lector, sean las que sean, están equivocadas. Me parece bastante fascinante esta obsesión del mundo gastro español por querer gestionar el tiempo de los demás: un día es un dietista famoso que nos dice que para desayunar sano basta con levantarse cinco minutos antes, otro se cuenta que las recetas que publica el Ministerio de Consumo son malas porque recomienda usar garbanzos de bote y luego Nicolau te dice que lo estás haciendo mal si no limpias el pescado tu mismo (en lugar de dejar la tarea al de la pescadería). En Francia, hace casi un siglo que Edouard de Pomiane, un gastrónomo del nivel de un Néstor Luján o Julio Camba, publicó La cuisine en 10 minutes. En el mundo anglosajón, ya hace tiempo que los autores gastronómicos, se llamen Tamar Adler, Ella Risbridger o Ruby Tandoh, tienen perfectamente integrado que fomentar que la cocina sana y de calidad sea accesible para la la gente a la que no le gusta cocinar (« vagos », según Nicolau) o que tiene poco dinero no puede pasar por ponerles las cosas más difíciles o echarles la bronca porque pasan diez minutos más en la cama.
Mi corazonada es que el libro de Nicolau —por lo demás excelente, insisto— no tendrá ningún efecto sobre el analfabetismo gastronómico o la cultura del delivery que denuncia, según la editorial. Su público objetivo no son los analfabetos ni los vagos, sino la gente como yo, a la que le gusta cocinar, que se siente cómoda cuchillo cebollero a mano y que quiere seguir aprendiendo. Y también todos aquellos —y es cierto que somos muchos— a los que nos encanta leer un libro que explique que el vecino hace las cosas mal. Nada nos gusta más que sentirnos cómplices de alguien que pone a parir a quien no nos gusta.
Otras noticias
Por segundo año, World's 50 Best Bars presenta con The Blend de Beam Suntory una beca para bartenders mayores de veintiún años con menos de cinco años de experiencia profesional. El ganador, además de asistir a la ceremonia de este año en Singapur, realizará prácticas en Alquímico y Sips. Se trata de una gran oportunidad, así que no dudes en presentar tu candidatura. Tienes hasta el 15 de mayo.
Colin Field, el emblemático barman del Hemingway Bar del Ritz de París, se jubila a mediados de mayo. Dirigía el bar desde 1994, fue una figura clave en el regreso del cóctel de calidad a Europa a principios de siglo y un punto de contacto clave para los primeros estadounidenses (de Robert Hess a Dale DeGroff) que vinieron a Europa a redescubrir el arte del cóctel europeo. Su cóctel más conocido es el Serendipity, que quizá no te parezca interesante pero tiene el mérito de ser excelente: es un trago largo hecho con calvados, zumo de manzana recién exprimido y menta, y alargado con champán. Un Mojito francés, pues.
Si quieres saber más sobre Amargueria, la agencia de consultoría que dirijo con Roberto Castán, te lo contamos casi todo en esta entrevista para Beber.
Recuerda: el mejor libro del mundo se llama Mueble Bar y comprarlo es imprescindible.
François Monti lleva más de una década recorriendo los mejores bares del mundo. Y cuando no está viajando, se está preparando cócteles en casa. Más tarde, escribe sobre la experiencia. Es el autor de varios libros, incluyendo El gran libro del vermut y 101 Cocktails to Try Before You Die, y ha colaborado en muchas publicaciones internacionales. Su trabajo ha sido nominado a varios premios, entre los cuales se encuentran los World Gourmand Book Awards o el Best Cocktail & Spirits Writing en los Spirited Awards (los Oscar de la mixología). Desgraciadamente, no ha ganado ninguno, así que no le queda más remedio que seguir bebiendo para escribir. Monti también se dedica a la formación. Es docente del Master Wine & Spirits Management en el Kedge Business School en Francia y ha impartido conferencias alrededor de todo el planeta en los eventos más importantes del sector. Ya que también tiene que comer, es socio de la agencia de estrategia Amarguería. Desde el 2020, Monti es el Academy Chair para España y Portugal de The World's 50 Best Bars. Según la revista Drinks International, es una de las 100 personas más influyentes de la industria del bar a nivel global.
¡Interesante artículo, sí señor! ¡Y esa lengua afilada y elegante!
Muy interesante tu reflexión y aplicable a casi todo diría.